La Muerte Acecha. Cuidado en la ruta.


Por orden del presidente municipal se estaba trabajando en un nuevo camino, para unir una apartada comunidad de la sierra con los vestigios de civilización más cercanos. 

Pues hasta el momento solo se podía llegar ahí a pie o a caballo. Los habitantes eran gente de bien que se dedicaban a cultivar y criar sus animales.

Bernardo era el único que estaba molesto por la construcción, pues decía que el ruido de las maquinas tenia a los animales inquietos y que sus vacas no querían dar leche, pues era el más cercano al área en cuestión. 

Ninguna autoridad lo tomaba en cuenta, y por eso el buscó su propia solución, había un lugar despoblado donde llevaba los animales a pastar, donde el ruido no se percibía tanto, pues estaba entre dos pequeños cerros, así que el hombre decidió mudarse temporalmente a esa zona hasta que el escándalo terminara.

Tomada su decisión echó algunas cosas en su carreta y se fue con sus animales. Llegó hasta el lugar que había planeado y se puso a trabajar, necesitaba corrales para su rebaño, el simplemente dormiría debajo de un árbol.

La noche le cayó de repente, el viento silbaba entre las piedras, la oscuridad era muy profunda, y el estaba demasiado cansado, así que se tiró a dormir. Ya lo había hecho antes, conocía muy bien el lugar, ahí pastaban a diario sus chivas.
Llevaba un par de horas dormido, cuando los animales se alborotaron, el balar de los animales sonaba nervioso, Bernardo se levantó de prisa pensando que podrían ser atacados por lobos, pero en su lugar, vio una túnica negra que se arrastraba entre las piernas de las chivas, las cuales brincaban descontroladas queriendo salir del corral.

La figura se deslizaba tan rápidamente que apenas podía verla, y en un instante estaba escurriéndose por un pequeño agujero por el cual Bernardo apenas pudo pasar, iba decidido a echar tiros y matar a la criatura de una buena vez.

Cuando atravesó a gatas por el pequeño portal, la figura flotaba frente a él, la gastada túnica que cubría todo su cuerpo se mecía con el viento, en un rápido movimiento, le crecieron pies y manos, y mostró su rostro, totalmente desprovisto de carne.
Bernardo la reconoció al instante –Perdone usted gran señora, si esta es mi hora, no me resistiré- pensaba firmemente que la muerte venia por él, pero ella por el contrario le dijo que no era su hora y le mostró su gran trabajo, había a su alrededor miles de flacas velas, unas mas gastadas que otras.

Le dijo al hombre, que aquellas eran las almas de todos los que conocía, que cuando la vela se acababa también su vida… que tenia por el mundo regadas miles de cuevas, que visitaba a diario para llevarse a aquel cuya flama se había apagado.

Bernardo se vio un poco consternado, pues la mitad de aquellas velas estaba prácticamente en el suelo y en ese momento se escuchó afuera un tremendo estruendo, y las velas por fin se apagaron.

Cuando salió a ver lo sucedido, un cerro se había derrumbado sobre el pueblo. Intentaban usar explosivos para abrir un hueco, pero en un error humano aún no había terminado de colocarlos, cuando se accionaron. No hubo mucho que hacer y Bernardo vio trabajar a la muerte hasta el amanecer.